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domingo, 29 de noviembre de 2015

Busan: el mejor mercado de pescados y mariscos de Corea del Sur.

                                                        Todas las fotos de este post son, de Busan (Corea del Sur)

          Para ir a Busan -la segunda ciudad más poblada del país-, lo mejor es tomar un confortable tren nocturno, que va lleno, aunque sin jaleo, porque esta gente es relativamente tranquila y muy civilizada. Son las cuatro y cuarto de la mañana, cuando llegamos a la estación ferroviaria, después de que no nos pidan los billetes y entretenemos el tiempo, sesteando junto a los apacibles mendigos y trasteando con el wi-fi gratuito de esta terminal. Elegimos este lugar, porque los sin hogar tienen experiencia en estas lides y es donde mejor hace y menos aire corre en esta enorme terminal. Nadie nos molesta o pide explicaciones.

          Una vez amanece, cargamos con los bultos hacia el mercado de pescado y marisco -a unos tres kilómetros- más fantástico, que hayamos visto jamás. Es tanto interior, como exterior y parece infinito (o al menos, nosotros queremos, que no se acabe nunca). Abarca centenares de especies -algunas desconocidas para nosotros- y desarrolla todas las formas de negocio: el pescado y mariscos vivos, que permanece sumergido en piscinas burbujeantes; el ya muerto, pero fresquísimo, destacando sables y pulpos gigantes; el ya preparado en salazón o disecado; el marinado, tratado y confitado y por último, el frito y el asado, de los que te puedes meter una buena ración, al precio de 7.000 wons (unos 5,5 euros).

          Después de casi dos horas dando vueltas, nos encaminamos hacia la famosa torre de Busan, que se ubica en una gigantesca y jovial explanada, rodeada por todas partes de enamorados, que han anudado sus candados en las barandillas que rodean el mirador y que rinden pleitesía al banco del amor, un hortera y alargado asiento, coronado por un corazón, donde se hacen fotos y selfies poco originales. Puedes subir hasta lo más alto de la torre para tener una vista de la ciudad y de su bahía.

          Cerca, se halla una animada zona comercial semipeatonal, donde muchos vendedores tratan de vender su género, metiendo mucho ruido desde la megafonía. Frente a la estación, Chinatown -es como si pusiéramos un little Portugal, en España-, donde ejerce su actividdad una poco molesta prostitución y encontramos además, decenas de restaurantes y alojamientos.


          Son bastante más caros, que en Seúl y algo desconcertantes. Sus gestores no tratan de hacerse entender y te repiten hasta la saciedad la misma frase, en veloz coreano. Cuando les pedimos, que nos escriben el precio en números legibles, ponen 30.000 wons. Aceptamos y subimos, pero ahora nos solicitan 10.000 más. Y así, en dos lugares distintos. Naturalmente, nos fuimos de ambos. Al final, pagamos 40.000, pero en un establecimiento de mucho mayor categoría

          A las afueras de Busan, coexisten un fantástico templo y un esforzado ascenso hasta la puerta norte de la fortaleza. Es domingo y jubilados pertrechados de bastones, polares térmicos, botas de montaña y demás equipación, junto con mochilas de más de cien euros, parecen que se disponen a escalar el Himalaya. Aunque, en cierta forma física, si debe uno de estar para no sufrir mucho.

          Dejamos Busan, entre conciertos locales -muy malos, pero muy concurridos, quizás por el aburrimiento general de la ciudad- y degustaciones en los supermercados -deliciosas las de carne- y paseos y más paseos, dado que debemos pasar noche en la estación, debido al ya mencionado caro precio de los hoteles.

          El viaje avanza deprisa y ya hemos traspasado la línea del ecuador. A estas alturas, ya nos sorprendemos menos de todo lo que nos rodea y estamos hartos de los giliguardias -personal, que regula el tráfico en lugares inútiles, generalmente en los accesos a los centros comerciales-, las giliescaleras -donde no cabe un pie ni de perfil-, y de la gililluvia -que en el País Vasco de llama chirimiri y en Asturias orballu-.

          También odiamos las gilifuentes. Me explico. En casi todos los lugares imaginables de Corea del Sur -fundamentalmente, en los grandes almacenes-, se dispone de fuentes de agua potable y fría o caliente. En vez de ofrecer vasos normales de plástico, te obsequian con conos de fino papel. El agua acaba en todas las partes del cuerpo, salvo en la boca.


          Gyeongiu nos espera, en lo que serán tres días de naturaleza, senderismo, templos y budas.  

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