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lunes, 9 de octubre de 2017

Pánico a bordo: la carretera de Manali, a Leh (primera parte)

          Las nueve primeras son de la carretera, entre Manali y Leh (India). Las dos últimas, de Keilong (India)
          El otro día en Kullu, deambulando fuera de nuestra zona de seguridad -área peatonal y alrededores-, nos topamos con la High Court y nos entraron escalofríos: un edificio monolítico -nada anormal- pero con los notarios y abogados en los alrededores, con sus despachos una mesa y dos sillas -muy cutres-, ubicados encima de las aceras, de los barros o de las pestilentes charcaleras, mientras redactaban documentos a máquina, más antiguas, que la que me regaló una tía mía, en 1977 y escribiendo con dos dedos. ¡Madre mía, si tienes un problema judicial en este país, puedes ponerte a rezar lo que sepas!.

        Pero, para pánico del que agarrota la garganta -si además le añadimos el aumento de altitud-, el de hoy en nuestro primer tramo del periplo, a Leh: Manali-Keylong, 117 kilómetros, 6 horas. Y, nos tememos, que mañana vamos a tener lo mismo, pero por duplicado o triplicado: 357 kilómetros y 15 horas previstas.

          Decidimos, tomar el autobús estatal de las nueve y meddia, mientras el del hotel nos observa resignado, por no haber contratado su jeep. Hay otros más tempraneros, desde la madrugada y el último parte a las 12:00 horas. Somos pocos pasajeros y el vehículo se muestra desolado y vacío, algo insólito en este país. Una abuela calurosa -todo el camino con la ventanilla abierta-, su hija y su nieto -con gorro invernal-; un tipo con un saco de cebollas, que de los botes y curvas, acabaron rodando por el suelo; dos chicos jóvenes de cierto nivel de vida y amables -que no completan ni medio recorrido- y dos señoras con shari de edad mediana, que son las únicas que llegan hasta el final. Ese es el pasaje con el que compartimos el camino.

          Cielo nublado y amenazando lluvia. Comenzamos la aventura. A los treinta y cinco minutos paramos a almorzar, lo que nos parece un plan raro, tratándose de seis horas de viaje y que todavía son las diez de la mañana. Tras media hora, reanudamos la marcha. Primera parada obligatoria, para dejar pasa a un rebaño interminable de ovejas.


          Comenzamos a subir, curva cerrada tras curva cerrada, durante casi dos horas. La vegetación va cambiando -desaparecen los árboles y aparecen bellas flores rojas y blancas- y las nubes van quedando por debajo de nosotros, ofreciendo bellas estampas. La carretera es estrecha pero buena. Aunque hay gente a ambos lados, no encontramos pueblos, pero sí dhabas -restaurantes básicos- y campings, donde suponemos, que se alojan ellos y también, cualquier viajero que lo desee.

        Coronamos la montaña -yo calculo, que a unos 4.500 metros- y empieza la pesadilla Pradesh de otras veces. Durante más de cuarenta minutos padecemos un autentico calvario en el descenso. No hay asfalto y la abrupta senda -que no carretera- de encuentra llena de profundos baches, socavones y escombros, que tenemos que superar entre curvas diabólicas y precipicios delirantes, que siempre tienen como fondo un río, que parece ser el mismo que nos lleva acompañando desde hace días.

          Bendigo la pericia de este conductor y del resto, que ganen lo que ganen por su trabajo, nunca estarán bien pagados y sufro por la supervivencia de su familias. Pero, yo me arrepiento de esta aventura y entre mil pensamientos malvados, destaca uno : “si bebo algo más de la cuenta, me debo morir de cáncer de hígado o de cirrosis y no desplomado en un barranco de estos”.


        En el kilómetro 75 y antes de cruzar un puente -todos son baileys, para dar más miedo-, parada y amable control policial, sólo para extranjeros. A continuación, seguimos el curso del río -cada vez a más altura-, que tiene un color verde glacial perfecto y unos rápidos ensortijados. Hasta que topamos con un derrumbe de enormes rocas y una excavadora, que las está lanzando al río, sin más miramientos. Debe haber caído hace poco, dado que somos los primeros en el atasco. Finalmente, pasamos con la mitad de las dos ruedas de la izquierda haciendo equilibrios en el borde del precipicio -todo controlado, como ya hemos visto otras veces- y llegamos, sin más novedad.

          Aún, nos quedan fuerzas para regatearle al del alojamiento, de Keilong, cien rupias, a pesar de que llueve a cántaros y no conocemos más hoteles. Por lo demás, tarde sobre ruedas: rico chow mein, té asientaestómagos, tienda cercana de alcohol y reserva sin problemas, para el autobús de mañana, a Leh.

        Tres chinas se nos han acercado con la misma satisfacción, de encontrar a otros guiris, que nosotros hemos sentido al verlas. En la cola, aparece un guri rasta. Me juego diez rupias, a que es español.

          Sin embargo y a pesar de tantas emociones, los tres mejores momentos del día han sido: tomar un enorme y rico té en una simpática dhaba tibetana, la potente ducha de agua caliente y el aterrizaje hasta el sueño, dado que mañana, a las cuatro, tocan diana

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